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La ética se está convirtiendo en un valor de primer orden en el mundo político, empresarial, religioso y social. Sin duda los continuos escándalos de la vida pública que presentan los medios de comunicación y las redes sociales tienen mucho que ver con el gran interés que ha despertado en la sociedad. Las sociedades del mundo se están oponiendo a todo aquello que consideran abuso de poder o injusticia, al denunciar hechos o situaciones de acuerdo con la percepción que éstas generan. El juicio moral se convierte así en una cuestión de percepción y la sociedad exige, cada vez, estándares más altos en empresas, funcionarios públicos, gobernantes, científicos, etcétera. El servicio público se ve como una vocación que exige integridad y disposición para el cumplimiento de los deberes con el máximo compromiso. La ética pública no es un asunto de carácter secundario, sino de primer orden en la actuación de la administración pública; su conocimiento y práctica debe ser una regla conocida y verificable en todos los ámbitos de las dependencias y entidades. Sin embargo, los conceptos de la ética y la búsqueda de la fundamentación del bien no son del todo claros. No se puede evitar la coexistencia de diferentes criterios en la búsqueda del bien, pero podemos estar seguros de que, al menos en lo esencial, todo ser humano coincide en aquellos derechos que consideramos que pertenecen a la esencia misma de la humanidad. La virtud, como ejercicio constante de los valores, es el camino para reforzar la dignidad humana y para lograr alcanzar el bien común en la sociedad. La virtud no es un lujo, sino el camino a la propia dignidad. Desde esta perspectiva, la ética es un elemento sustantivo de los diferentes instrumentos reguladores de la administración pública y no una moda que desaparecerá con el tiempo.