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El derecho penal electoral se ha transformado en los últimos años en uno de los ordenamientos del derecho público con más implicaciones doctrinales. Por una parte, consagra los conceptos de la forma de gobierno democrática, los partidos políticos, la participación ciudadana, así como las atribuciones de las autoridades responsables de regular la jornada electoral y de salvaguardar el valor del voto ciudadano. Por la otra, asegurar la cultura de la legalidad y la certidumbre jurídica en los procesos de renovación de poderes en los tres niveles de gobierno, a través de un marco punitivo cada vez más complejo y que refleja los retos del derecho penal frente a la teoría abolicionista. En todo ello emerge la teoría del Estado y sus desafíos frente a la construcción de un Estado informal basado en la actividad de organizaciones criminales que propician el lavado de dinero y su utilización en la cultura de la corrupción, simulación, dilación en la impartición de justicia, procesos electorales y todos esos vicios que ponderan la relación dialéctica entre la normatividad y la normalidad. Adicionalmente, se integra el cuerpo normativo de los delitos cibernéticos que representan una amenaza para la ya judicialización democrática y la cultura del fraude electoral con un solo resultado: el narcoestado.