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La crisis ecológica se hace cada vez más patente. Requerimos diversas estrategias ecológicas y políticas para enfrentarla. Sin embargo, lo central está en tener una visión clara de por qué ha de interesarnos la naturaleza. El antropo-androcentrismo nos impide concederle un valor propio a la naturaleza, pues en función de él no sólo hemos dividido a los vivientes en humanos y no humanos (animales y vegetales), poniendo a los primeros en el centro y considerándolos superiores, sino que además hemos dividido a la propia humanidad en hombres fuertes, poderosos, y mujeres débiles –acompañadas de todos los otros débiles. Debido al antropo-androcentrismo ha reinado la violencia de los poderosos contra todos aquellos que no se pueden defender, incluida la naturaleza, y ha reinado el designio judeo-cristiano: “creced y multiplicaos, llenad la tierra” sin consideración alguna a las otras especies vivas. La ética ante la crisis ecológica intenta ofrecer una fundamentación ética de la igualdad básica de todos los vivientes, atendiendo a la condición relativa e insuficiente del ser humano que nos pone en íntima relación con todos los seres vivos, nos marca la necesidad de respetarlos: amarlos, y a la vez, reconoce que tenemos que servirnos de ellos para sobrevivir. No se ofrece aquí una ecoética radical que niegue toda importancia a los humanos, ofrece más bien una “ecoética moderada” que reconoce nuestra importancia decisiva en la creación de los valores y en tanto somos los únicos seres que podemos cuidar el planeta. La clave de tal cuidado y tal ética está en instaurar una educación coética, afirmadora de la igualdad de los vivientes e interhumana y que permita evitar el incremento de la sobrepoblación (ya de por sí exorbitante), pues también las otras especies tiene derecho a satisfacer sus necesidades y a no exterminarse de manera acelerada.