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La población mexicana del siglo XXI ha sido forjada en su propia historia por una interacción racial que, pese a todo lo que se conozca de ella, siempre será motivo de interesantes investigaciones, a fin de determinar las causas y motivos de dicha unión. Como pueblo unido en una identidad –en construcción nacional desde inicios del siglo XIX, con la Guerra de Independencia encabezada por Miguel Hidalgo y Costilla y continuada por José María Morelos y Pavón, teniendo los antecedentes de Gonzalo Guerrero en el siglo XVI en Yucatán, junto a La Malinche y Martín Cortés, así como Yanga y Canek en el siglo XVII-, los mexicanos somos un conjunto homogéneo fundamentalmente producto de, en primer lugar, nuestra sangre indígena, en segundo española y, en tercero, pero no menos importante, la negra, morena o africana. La afirmación anterior es contraria al discurso difundido oficialmente respecto de la identidad mexicana como producto exclusivamente del mestizaje del indígena o “natural” con el español –la famosa “raza cósmica” o de bronce, de José Vasconcelos-, implicó e implica una conjura del silencio que empieza prejuiciosamente desde nuestro propios hogares negando nuestra tercera raíz. Así, nos encontramos con que somos de piel morena con una Virgen de Guadalupe de igual color, sin embargo, por dentro nos hemos considerado como “limpios o blanqueados” de lo negro, de esta manera, al negar el continente africano como nuestro, nos empobrecemos, pues perdemos a la tercera parte de nuestra identidad (a la doctora Luz María Martínez Montiel le debemos esta conceptualización): epistémicamente implica tanto como ignorar en nuestro arcoíris el color rosa mexicano. Por otra parte, perdemos la riqueza multirracial en la cual las culturas que nos preceden están colmadas de cosmovisiones, artes, música, platillos, ritmos, mitos, creencias, historias, de matices claramente distinguibles, a ellas se debe la complejidad cultural que hoy profesamos.