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Buena parte de la discursividad en torno al arte parece estar designada por la categoría estructural de lo previsible, letanías, más o menos fastidiosas, acerca de la estupidez, el sinsentido, la futilidad, la superficialidad o la banalidad del arte contemporáneo. El problema radica en que el discurso crítico no hace más que duplicar, en el terreno de la escritura, precisamente aquello de lo que se lamenta incansablemente. Es decir, la banalidad del arte no hace más que reflejarse en la reflexión de la crítica, devolviéndonos su imagen redoblada, ahora, en la especulación bienpensante de las buenas conciencias. La previsibilidad del rechazo a lo banal se ha convertido en la forma políticamente correcta de la crítica cultural, una zona de comodidad para el nuevo pensamiento decimonónico del siglo XXI. Me pregunto si no sería posible apropiarse de algunas valoraciones negativas que pululan en la doxología académica, convirtiéndolas en herramientas de análisis sui generis para abordar los apasionantes derroteros del arte reciente. Quizás, sea posible decir algo acerca de la estupidez que no suene estúpido, apreciar la vacuidad del arte actual sin reducirla al binomio de lo verdadero y de lo falso, aproximarnos a la futilidad del objeto artístico desde un principio de delicadeza que, finalmente, le hiciera justicia, deslizarnos sobre las superficies sin añorar, melancólicamente, alturas ni profundidades, coquetear con la banalidad de las imágenes, más que, indignados, voltear nuestra mirada en un gesto cuya pomposidad no podría dejar de producir un efecto de humor involuntario, en definitiva, trazar el espacio de una erótica de la banalidad, discursividad que –contra todos los pronósticos– intentará no enmudecer ante el anonadamiento del vacío, tensando la paradoja barthesiana de un decir acerca del “nada que decir”.